La última vez
que compré una botella de vino para mi sola estaba encerrada en un momento de
soledad y tristeza. Suena como a una decisión tomada por una alcohólica desesperanzada,
la cual nunca fui ni espero ser; pero en un momento como aquel, que ahora me
toca revivir para contarlo, parecía una decisión racional.
Era un típico
día de invierno europeo, las nubes grises cubrían el cielo completamente sin
darle ni una sola chance al sol de asomarse. Había despertado con los ojos
hinchados por las tantas lágrimas que apenas me habían dado unos minutos de
sueño entre las horas que pasaban intermitentemente. Probablemente, ni siquiera
me hubiera levantado ese día, tenía un deseo incontrolable de cerrar las
persianas para quedarme de nuevo en la oscuridad. Sin embargo tenía un trabajo
que cumplir y a pesar de mi estado emocional, debía salir de esa cama. Mi
compañera de apartamento me miró con pena mientras me preparaba café para
resistir esa mañana. No se atrevió a decir nada supongo que por todo el ruido que había escuchado por la noche y por el miedo a ser
inoportuna, de todas formas, no quería hablar con nadie. El trabajo de esa mañana fue automático,
traté de mantener una sonrisa con los demás profesores para evitar cualquier
tipo de pregunta y/o símbolo de compasión que pudiera quebrarme, aún cuando ya estaba
rota.
Llegué a casa y
noté que mis manos temblaban, aunque no por el frío. Pensé que quizás una taza
de mate podría calmarme los nervios, no fue así. Me apoyé en el marco de la
ventana y permanecí con la cabeza apoyada contra el vidrio por un par de horas.
Afuera estaba tranquilo y pacífico, esa tranquilidad y esa paz que deseaba
absorber dentro de mi cuerpo.
Tomé fuerzas
para despegarme del ventanal, cogí un abrigo, la bolsa del supermercado y
salí del edificio corriendo. Por alguna extraña razón, pasear por los pasillos de ese enorme supermercado tenía la capacidad de
distraer mi mundo. Pasaron algunas horas cuando un joven que trabajaba allí se acercó y me preguntó si buscaba algún vino en especial, era verdad, me había quedado todo ese tiempo mirando el estante de vinos sin buscar uno en especial, mi mente estaba perdida. Sin responderle, tomé uno al azar y me dirigí a las cajas para pagarlo.
Con la botella en la bolsa caminé a casa como un fantasma, extrañamente las personas que pasaban por mi lado me miraban con pena, pero probablemente solo fue producto de mi paranoia. Llegué a casa y nos encerramos en mi cuarto, yo y el vino, puse la música que sabía que más me apuñalaría y me senté en el suelo dejando al tiempo tomar su curso.
Podía escuchar
miles de voces dirigirse a mí entre el ruido de mis sollozos y la respiración
acelerada. Las imágenes que mis ojos percibían parecían las de una casa de
espejos por la humedad que los cubría. Mis manos continuaban temblando como las
de una anciana con Parkinson. El suelo helado recorría mi espalda y podía
sentir la dureza hasta en mi última vertebra, sí, había terminado recostada.
Me rogaba a mí
misma levantarme del suelo helado, pero simplemente no podía. Lloraba como una
pequeña niña perdida entre miles de rostros desconocidos. Había una guerra entre mis pensamientos, entre mi orgullo y mi desprecio, entre el suelo y el techo, entre la música y el silencio. Ya no importaba absolutamente nada, quería que todas las voces se callasen y me dejaran yacer allí para reírme de mi misma.
El día estaba desapareciendo y con el toda su luz, la noche iba a encontrarme indefensa sobre el suelo, las persianas dejaron entrar los últimos destellos del día sobre mi cuerpo y todo se detuvo de repente, silencio.
En ese mismo instante, cuando miré hacia arriba para encontrar la salida de aquel pozo, fue cuando tomé la decisión de ponerme de pie. Miré la botella vacía de vino y tomándola entre mis manos me dije que la siguiente botella de vino que comprase para mi, sería para celebrar mi libertad.
En ese mismo instante, cuando miré hacia arriba para encontrar la salida de aquel pozo, fue cuando tomé la decisión de ponerme de pie. Miré la botella vacía de vino y tomándola entre mis manos me dije que la siguiente botella de vino que comprase para mi, sería para celebrar mi libertad.
Creí muchas veces que no sería capaz de escribir sobre esta experiencia. Algunas veces intenté hacerlo pero siempre me detenía porque volvía a vivir ese sentimiento de decepción y depresión combinados con el efecto embriagante de aquel vino. Sin embargo cuando finalmente te has curado de una etapa como aquella, escribir es simplemente recordar una experiencia más de la vida de la cual aprendiste y dejaste atrás.
Ha pasado más de
un año desde aquel día y cada vez que siento caer o me siento perdida
regreso a ese momento para encontrar fortaleza. La misma fortaleza que me hizo
levantar del suelo ese frío día de noviembre para tomar la decisión de seguir
adelante…